Autor: Quijano Narezo Manuel
Hay en Gante, Bélgica, un cuadro en que delante de un venerable sacerdote aparece un monje que evidentemente sale de una crisis nerviosa y que se ve tranquilizado por el canto de un coro de niños. Anécdotas semejantes hay miles: Baudelaire que se salva del cuicidio al oír la obertura de Tannhauser, Felipe V de España a quien Farinelli (según reciente filme) cura de su estado hipocondriaco, un psiquiatra que provocaba la hipnosis con la marcha fúnebre de la Heroica de Beethoven; cirujanos que al operar exigen, en el quirófano, música de fondo de Haydn o Vivaldi para conservar la calma y eficacia. Esto parece indicar que la música podría actuar, en ciertas circunstancias, como un elemento terapéutico; no hay que olvidar que en los manicomios, antes, se usaba la música (eso sí, junto a baños fríos) para tranquilizar a los locos furiosos. Pero no hay que exagerar, pues pronto un humorista establecería indicaciones, tipos y dosis para tratar todos los síntomas neuróticos: una marcha militar para el abúlico, notas de oboe para el perseguido paranoico, trompetas para el asténico, cuerdas para el angustiado, instrumentos de percusión para el deprimido, etc. Se habla ahora del reloj biológico interno que regula rítmicamente algunas de nuestras funciones fisiológicas como la secreción de cortisol, el nivel de glucosa, la secreción de melatonina en relación con el ciclo sueño-vigilia o la menstruación femenina. En forma semejante, puede aceptarse que la música ejerce una acción fisiológica; Beriloz, un evadido de la medicina, aseguraba que había ritmos que aceleraban la frecuencia cardíaca y otros que la disminuían. Y recuérdese que el nombre de Allegro se dio a los trozos que tienen aproximadamente 80 compases por minuto por parecerse al pulso normal.
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2003-09-09 | 1,078 visitas | Evalua este artículo 0 valoraciones
Vol. 41 Núm.4. Julio-Agosto 1998 Pags. 133-134. Rev Fac Med UNAM 1998; 41(4)