Salud mental:

un objetivo inaplazable 

Autor: Arteaga Pallares Carlos

Completo

Según análisis recientes de la OMS (2000), las enfermedades neuropsiquiátricas tienen una prevalencia puntual acumulada del 10% en la población adulta. Es decir, alrededor de 450 millones de personas las padecen en el mundo. Un estudio transcultural (1995), en 14 centros tanto en países desarrollados como en desarrollo, demostró que aunque la prevalencia de los trastornos mentales varía considerablemente entre ellos, cerca del 24% de las personas padece una o más alteraciones emocionales a lo largo de su vida. La repercusión de esta situación es sin duda enorme. Para tener una idea más satisfactoria de su impacto se ideó una forma de cuantificar la cronicidad y la discapacidad a través del método de la Carga Mundial de Morbilidad (GBD). Este complementa los parámetros de incidencia/prevalencia y mortalidad que son índices adecuados para las enfermedades agudas cuyo desenlace es mortal o evolucionan hacia la recuperación completa, pero que adolecen de importantes limitaciones en su aplicación para enfermedades crónicas o discapacitantes. La GBD, para cuantificar la carga de morbilidad utiliza la variable de los años de vida ajustados en función de la discapacidad (AVAD). Los AVAD de una enfermedad equivalen a la suma de los años de vida perdidos por muerte prematura (APP) en la población y los años de vida perdidos por discapacidad (APD) como consecuencia de los casos incidentes de esa enfermedad. En las estimaciones originales, desarrolladas para 1990, los trastornos mentales eran responsables del 10.5% del total de AVAD por todas las enfermedades y lesiones. La estimación para el año 2000 fue del 12.3%, un incremento de 1.8% en sólo una década. Entre las 20 causas principales de AVAD para todas las edades figuran tres trastornos psiquiátricos: depresión unipolar (4.4%), lesiones autoinfligidas (1.3%) y trastornos por consumo de alcohol (1.3%). Estos se convierten en seis si se considera el grupo de edad entre 15 a 44 años: depresión unipolar (8.6%), trastornos por consumo de alcohol (3.0%), lesiones autoinfligidas (2.7%), esquizofrenia (2.6%), trastorno afectivo bipolar (2.5%) y trastorno de pánico (1.2%). El análisis de las tendencias deja claro que esta carga aumentará rápidamente en los próximos años y la OMS estima que será del 15% para el año 2020. Estos datos reafirman que el impacto económico de los trastornos mentales es amplio, duradero y de gran magnitud. Parte de esta carga es obvia y mensurable: necesidades de servicios de asistencia sanitaria y social, pérdida de empleo y descenso de la productividad, repercusión sobre las familias y los cuidadores, niveles de delincuencia e inseguridad pública y mortalidad prematura. Parte de esa carga es casi imposible de cuantificar al no tener en cuenta los costos que la pérdida de oportunidades lleva aparejados para los pacientes y sus familias. Se ha demostrado que, incluso después que el paciente se ha recuperado, su calidad de vida sigue siendo mala por la persistencia del estigma y la discriminación. Un estudio realizado en Estados Unidos (1990) concluyó que el costo anual acumulado para los trastornos mentales ascendía al 2.5% del producto nacional bruto. Otros llevados a cabo en Europa han valorado el porcentaje que corresponde a los trastornos mentales del gasto total en asistencia sanitaria: en los Países Bajos era del 23.2% (1998) y en el Reino Unido, sólo los gastos de los pacientes hospitalizados ascendían al 22% (1998), estimaciones probablemente inferiores a la realidad. Estas cifras son una evidencia contundente de lo mucho por hacer en el área de la salud mental en todo el mundo y en especial en países en desarrollo como el nuestro, máxime si se tiene en cuenta que los trastornos mentales son más comunes entre los pobres, los ancianos, las víctimas de conflictos y quienes padecen enfermedades orgánicas. En Colombia se calcula que más del 40% de la población vive en condiciones de pobreza absoluta, que el 6.9% era mayor de 60 años en el año 2000 y que el 9.5% ha sido víctima de la violencia en forma más o menos directa en los últimos 10 años. Sin embargo, aunque se estima que los trastornos mentales y del comportamiento representan el 12% de la carga de morbilidad en el mundo, el presupuesto para salud mental de la mayoría de los países es inferior al 1% del gasto total en salud, más del 40% no dispone de una política de salud mental, en más del 30% no existe un programa dedicado a ella y en el 90% no incluye a niños y adolescentes. A pesar que hoy existe un conjunto de soluciones eficaces, de los progresos del tratamiento médico y psicosocial que hacen posible ayudar a la mayoría de las personas y familias afectadas, y que algunos trastornos se pueden prevenir y casi todos son tratables; aun se observa una escasa utilización de los servicios psiquiátricos disponibles a causa de la estigmatización existente y a la inadecuación de dichos servicios hacia actividades más comunitarias. El mensaje es muy sencillo: la salud mental, a la cual durante demasiado tiempo no se le ha prestado la atención que merece, es fundamental para el bienestar general de las personas, de las sociedades y de los países, y es preciso abordarla en todo el mundo desde una nueva perspectiva. Este ha sido el propósito desde la Declaración de Principios para la Protección de los Enfermos Mentales de las Naciones Unidas en 1991: «No habrá discriminación por motivo de enfermedad mental; toda persona que padezca de una enfermedad mental tendrá derecho a vivir y a trabajar, en la medida de lo posible, en la comunidad; todo paciente tendrá derecho a ser tratado en un ambiente lo menos limitado y a recibir el tratamiento menos restrictivo y perturbador posible». Es mucho lo que se ha hecho y mucho lo que queda por hacer. No hay duda que una política y una legislación informadas, apoyadas por la formación de profesionales y una financiación adecuada y sostenible, pueden propiciar la prestación de servicios adecuados de salud mental a cuantos la necesiten, en todos los niveles de asistencia sanitaria. Así, la OMS (2001) propone el siguiente decálogo de recomendaciones generales para implementar, de acuerdo a la disponibilidad de los recursos y a las áreas para desarrollar o fortalecer: 1. Dispensar tratamiento en la atención primaria. 2. Asegurar la disponibilidad de medicamentos psicotrópicos. 3. Prestar asistencia a la comunidad. 4. Educar al público. 5. Involucrar a las comunidades, a las familias y los consumidores. 6. Establecer políticas, programas y legislación a escala nacional. 7. Desarrollar recursos humanos. 8. Establecer vínculos con otros sectores. 9. Vigilar la salud mental de las comunidades. 10. Apoyar nuevas investigaciones en el campo. La Directora General de la OMS, la Dra. Gro Harlem Brundtland, en el Informe sobre la Salud en el Mundo 2001, con el subtítulo Salud Mental: nuevos conocimientos, nuevas esperanzas, nos invita a la reflexión con las siguientes palabras: “... disponemos de los medios y de los conocimientos científicos para ayudar a las personas que padecen de enfermedades mentales y trastornos cerebrales con implicaciones en la conducta. Los gobiernos han sido negligentes, como también lo ha sido la comunidad de salud pública. Ya se trate de algo deliberado o de un resultado involuntario, todos somos responsables de la situación. Como organismo rector en la materia de salud pública a nivel mundial, la OMS no tiene otra alternativa que velar por que la nuestra sea la última generación que tolere que la vergüenza y la estigmatización prevalezcan sobre la ciencia y la razón”.

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2004-09-01   |   582 visitas   |   1 valoraciones

Vol. 31 Núm.1. Marzo 2002 Pags. Rev Col Psiqui 2002; XXXI(1)