El reino de lo absurdo

Autor: Arteaga Pallares Carlos

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Carlos Arteaga Pallares Médico Psiquiátra, Editor RCP Mucho se ha discutido acerca de que la nuestra es una violecia sui generis, y no cabe duda que esta es una afirmación acertada. Se trata de una violencia cotidiana, polifacética y generalizada. Cotidiana porque esta entre nosotros desde siempre, arraigada en lo más profundo de nuestras costumbres, proporcionandonos una identidad; polifacética en su multitud de formas de expresión que no terminan de sorprendernos por su imaginación y su sevicia; generalizada a todos los niveles de la sociedad sin ninguna clase de distingo. La honra, la integridad y la vida penden de un tenue hilo que cualquiera se siente con derecho a atropellar, en el afán de defender emocionalmente lo idefendible racionalmente. Y es esta violencia particular la que no encuentra, ni encontrará solución por medio de un constreñimiento a los margénes de la ley a través de la falacia y de la fuerza, argumento que ha probado reiteradamente su desatino, pero en el cual se insiste tercamente por motivos individualistas. A esta propuesta, es precisamente a la cual los sujetos se revelan -no necesariamente de forma consciente en el sentido Freudiano-, con mecanismos como el escepticismo y el nihilismo desde los cuales se intenta una justificación a su pensar y su accionar. Cada día somos atiborrados por un cúmulo de noticias trágicas: terrorismo, filicidio, narcotráfico, secuestro, masacres, corrupción y toda una gama de delitos que se consagran con lujo de detalles en los cientos de páginas que tipifican las conductas criminales de un orden jurídico que no pasa de ser letra muerta, ya que en su aplicabilidad resulta intrascendente para una realidad que lo descalifica y lo pervierte. Una de las consecuencias de este prolongado y desenfrenado proceso es lo que podríamos denominar paranoia colectiva, caracterizada por sus manifestaciones de suspicacia, hostilidad, rigidez y grandiosidad. En estas condiciones la persona se torna egocéntrica y primitiva, su equilibrio emocional es precario, el principio del placer impera sobre el principio de la realidad, la satisfacción debe ser inmediata, el beneficio individual prevalece sobre el bien común. Las emociones se caldean, los animos se exaltan, las polarizaciones se generan, emerge el sectarismo, las expresiones de barbarie se incrementan, lo esencial se diluye y la agresión se perpetúa en favor de lo banal y fatuo. Presumir, entonces, el encausamiento de las pulsiones, los deseos y las necesidades humanas, por medio de un conjunto de preceptos jurídicos en reemplazo de una ética social compartida y respetada, es desde un comienzo intentar una solución parcial y fallida, es facilitar la impunidad. No debemos olvidar que el orden jurídico es una consecuencia, una forma de expresión decantada del ordenamiento social y no su causa. Es en este punto en donde surge una pregunta fundamental para la sociedad:¿Se trata de un problema ético o de una cuestión jurídica? La ética pretende dar razón de la legitimidad de una acción, mientras el derecho persigue decir acerca de la imputabilidad de esa misma acción. Intentar sininimizar una y otra, sin fórmula de juicio, es proponerse la discusión en el terreno del sin-sentido. Así las cosas, la ética se revela en su doble condición: es coercitíva al declarar un límite a la apetencia humana, pero también, y principalmente, es creativa al señalar un camino, al establecer un proyecto. Sin ese fundamento ético no puede constituirse el principio de autoridad que regule legítimamente la conducta de las personas en forma particular. En ausencia de legitimidad no aflora un sistema de valores que al juicio crítico del individuo se reconozca como equitativo y justo. En estas circunstancias la paz y la armonia solo subsisten en apariencia, en un status quo muy endeble, que a cada momento se vulnera y con cuyas consecuencias coexistimos entre la paradoja y el absurdo.

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2004-09-04   |   888 visitas   |   Evalua este artículo 0 valoraciones

Vol. 25 Núm.1. Marzo 1996 Pags. Rev Col Psiqui 1996; XXV(1)